Treinta años

Horacio Villalobos fue testigo en Chile del derrocamiento de Salvador Allende. Treinta años después, este trabajo se presenta en esta muestra curada por María Mann.

Pienso en el umbral donde dejé
pasos alegres que ya no llevo,
y en el umbral veo una llaga
llena de musgo y de silencio.

-Gabriela Mistral-

Es una caja de papel fotográfico de color amarillo y fondo negro. Tres décadas de ajetreos y mudanzas la han deteriorado, pero es lo más significativo de mi escueto equipaje que el 20 de junio de este año llevé a Santiago. Se han conservado dentro de ella, y regresaron a Chile, algunos de los originales de transmisión que saqué de contrabando el 24 de septiembre de 1973 desde un aeropuerto repleto de militares hostiles.
Pasaron ocho años luego del golpe antes de que volviera a cruzar los Andes. Proyectos personales y profesionales, más la devastadora angustia que me dejaran esos doce días de septiembre, me hicieron reticente. No fui uno de los periodistas que cubrieron después los avatares de la larga dictadura.
Tampoco me ocupé mayormente de mis negativos, procesados precariamente y a las apuradas en un laboratorio sin agua corriente, ya que los balazos sediciosos habían dañado las cañerías de la Uniter Press International. Salieron de Chile dentro del doble fondo de mi valija fotográfica y corrieron la oscura suerte de aquello que duele demasiado volver a ver.
La invitación de un grupo de jóvenes documentalistas de Chilevisión para ser entrevistado con relación a mi cobertura fotográfica del golpe, me obligó a retomar contacto con ese episodio tan lejano como doloroso. Revisé mis archivos y regresé, luego de treinta años, a ese abismo de feroz maldad e injusticia. Mis fotos y yo volvimos a casa.

Julio y yo
Nada contribuye más a resignificar una historia que compartir emociones con los protagonistas. Cuando nos conocimos en la madrugada santiaguina, ninguno de los dos sabíamos que cinco horas más tarde estaríamos emocionalmente exhaustos, y unidos por haber repasado juntos una experiencia que nos marcó para siempre.
Nos damos la mano en el estacionamiento trasero de La Moneda. Un joven fotoperiodista y el chofer de Allende, treinta años después.
Julio Soto, 22 años, custodio presidencial, llevó al presidente constitucional chileno en ocho minutos desde Tomas Moro a la Moneda. No mucho más de lo que me tomó a mí -llegado a Santiago la noche anterior- caminar las dos cuadras desde el hotel Panamericano a la puerta principal del palacio por donde Salvador Allende había ingresado casi una hora antes.
Lo que luego nos ocurrió ese día ha sido para ambos una pesada carga que nos acompañará por siempre. No importa cuantas veces hayamos relatado nuestras pequeñas historias; siempre el nudo en la garganta y, con el correr de los años, los ojos cada vez más húmedos han puntuado los recuerdos.
Amanece. El equipo de filmación de Chilevisión instala una cámara sobre el viejo Fiat 125, como el que Allende usaba, con el que Julio recreará el último viaje del Presidente.
Al principio es silencio y frío. Ahí estamos Julio y yo iniciando el rito de revivir lo vivido, rodeados de jóvenes que ni siquiera habían nacido en el 73. Fue la primera de las mil veces que pensé: "Somos dos dinosaurios."


Treinta años.
Julio, que luego de dos años de tortura y cárcel partió al exilio en Alemania y Suecia, observa una y otra vez la azotea del ministerio de Obras Públicas, donde combatió el 11 de septiembre. Yo clavo la mirada sobre las ventanas de la UPI, frente al Ministerio de Defensa, que fueron mi lugar de trabajo y dormitorio en esos días.
Supongo que nuestros fantasmas comienzan a entreverarse.
"Por allí estaban los tanques". "¿Te acuerdas que el metro estaba en construcción?". "En la UPI recibimos unos 180 balazos. Fíjate que aun conservan sobre la pared -enmarcados- un par de impactos"
Los minutos pasan lentos. María José, la productora, tres años menor que el golpe, nos regala charla, contención y una deliciosa sonrisa mientras Julio se prepara a revivir su viaje y yo a volver por enésima vez a esa jornada infernal.

Treinta años.
Llegamos en el Fiat y en una camioneta a Tomás Moro, actualmente un geriátrico vedado a la prensa. Julio se me acerca y pregunta si por favor le haría una foto frente a la casa.
"Nosotros vivíamos allí" indica, como si su brazo extendido pudiera atravesar la tapia blanca y treinta años de ausencia. "Cuando volví a Chile luego de 17 años, mi hermano me trajo hasta aquí. Pasamos rápido, una sola vez…"
Julio habla con mesura y a veces una cierta sonrisa ilumina su rostro.
Hago varias fotos para romper el hielo que llevo adentro y lo invito a posar frente a la puerta de entrada.
Cinco minutos después Julio Soto se sienta al volante del Fiat y es uin hombre que vuelve a transitar por su pasado.
La camioneta se pone en marcha y sigue al Fiat rojo. Vamos detrás de Julio Soto. Vamos detrás de Salvador Allende.
María José me hace preguntas. Amable, discreta. Los otros jóvenes viajan en silencio...
A medio camino el Fiat se detiene. Los técnicos cambian la cámara de lugar y Julio, diferente, mira hacia ningún lado cuando le preguntan qué siente al recorrer nuevamente este camino. "Es muy triste… No está el Presidente…''
Enmudece y los ojos se humedecen. Los de Julio y los míos. Mientras fotografío otra vez ese rostro triste, me hundo en mis propios recuerdos y emociones.

Treinta años.
Como entonces, el Fiat para frente a la puerta de la calle Moneda.
Allende descendió como a las 7 de la mañana. Yo llegué caminando por Teatinos a eso de las 8. A las 9 y 20 el presidente constitucional chileno se asomó a uno de los balcones sobre la plaza para constatar que las tanquetas de carabineros lo habían abandonado (Julio no podía verlo. Ya estaba ocupando la posición defensiva que le habían asignado.)
Yo estaba parado sobre la plaza con Ariel Oneto, camarógrafo de VisNews. Ver al hombre y reconocerlo, correr y gritar a todo pulmón "Alleeendeee!!!!" fue una sola cosa.
We few. We happy few. We band of brothers…
Eramos un puñado: Ariel y yo, Salvador Allende está cerrando la hoja derecha de la ventana, y algunos jóvenes con el aspecto de estudiantes secundarios.
Allende está cerrando la hoja de la ventana. Nos oye gritar y se vuelve. Los muchachitos, que caminan desde Teatinos a Morandé por la vereda del palacio presidencial, observan curiosos a dos tipos con cámaras que gritan y corren hacia La Moneda. Y miran hacia arriba, intrigados por tanta conmoción. Allende. Los chicos. El Presidente y su pueblo.
Algunos lo aplauden, otros sólo miran. El Chicho saluda con su brazo derecho un par de veces. Alguien cerca mío le dice (se dice): "Deles duro, compañero presidente".
El encuentro para mí es breve: dos fotogramas. Supongo que para ellos fue, sin embargo, la eternidad de la despedida.
Cuarenta minutos más tarde las bocas de fuego silenciaron la razón.

Treinta años.
La mañana transcurre lentamente. Ahí estamos, Julio y yo, a metros de la puerta por donde ingresó el Presidente. A metros de la ventana por donde se asomó el Presidente.
María José nos dice que no podremos visitar los salones del piso superior. Pero podremos recorrer los patios del palacio.
"¿Vamos Julio?" Invito. Y luego de treinta años entramos a la edificación maciza que alguna vez sirvió para acuñar moneda y ahora alberga presidentes y memorias dolorosas.
Dos dinosaurios.
Los escasos visitantes nos ignoran. Los jóvenes y elegantes carabineros nos ignoran. Javier nos filma sin decir palabra. Y nosotros volvemos al pasado.
La Moneda hoy luce recién pintada. Limpia, ordenada. Parece construida ayer. Coincidimos con Julio en que nos hubiera gustado ver algún rastro de aquella violencia. Algo que indicara lo ocurrido a los que no tuvieron que sufrirla o reportarla.
Pasamos al segundo patio y llegando al portal de lo que fue la cancillería nos detenemos. Desde allí Julio, si quisiera, podría ver su puesto de combate. Y yo las ventanas de la UPI.
Permanecemos en silencio. Javier acerca la cámara y pregunta qué sentimos. Julio explica lo suyo y yo añado que hoy como hace treinta años vivo el derrocamiento de Allende como un tremendo acto de injusticia. Ambos estamos agobiados por los recuerdos.

Treinta años.
Volvemos sobre nuestros pasos lentamente hacia la entrada de Moneda.
"Debiera haber una placa, pequeña," dice de repente Julio Soto, "que diga que aquí murió un presidente. Y que un grupo reducido de ciudadanos (algunos también murieron) lo acompañaron en la defensa de la constitución." "Sí", respondo mientras apoyo mi mano sobre su hombro. Y debiera comenzar con la leyenda de Termópilas: "Viajero, ve y dile a Esparta que hemos muerto por cumplir con sus leyes"Horacio Villalobos

Santiago de Chile, 22/6/2003 - Buenos Aires, 9/7/2003

Horacio Villalobos
(Argentina)
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